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Relatos cortos de autores emergentes

  • Latencia Carmesí

    Latencia Carmesí

    La niebla flotaba baja sobre la ciudad.

    Desde el piso 113 de la Torre Gaudí, Clara observaba las arterias luminosas de una Barcelona que se había rendido a la programación. A lo lejos, las nuevas cúpulas sintéticas de la Sagrada Familia proyectaban haces de luz que perforaban el cielo turbio. Los drones de reparto zumbaban por encima de la Avenida Diagonal, pequeños insectos de metal danzando en una coreografía invisible.

    Apoyó la frente contra el vidrio helado y cerró los ojos. Añoraba los tiempos en que las emociones no llegaban con retardo. Desde la última actualización del Sistema Central, los sentimientos humanos sufrían una latencia variable. El amor, la rabia, el deseo… todos llegaban tarde, como ecos deformados por una cámara de vacío.

    —¿Clara?—susurró él en su canal neural compartido.

    Era su voz. Era Iván.

    —Estoy aquí.—respondieron sus pensamientos, una caricia digital.

    Iván. Contrabandista de emociones. Hacker de recuerdos. Forajido de sensaciones originales.

    Se habían conocido tres semanas antes, en El Refugio, una taberna escondida en las catacumbas del antiguo Barrio Gótico. Allí, en un subsuelo donde los replicantes no eran admitidos, el tiempo fluía de otra forma. Los latidos humanos se entremezclaban con el aroma de vino real —no síntesis— y la música analógica, distorsionada pero viva.

    Aquella noche, Clara lo había mirado a los ojos y había sentido, con retardo, un escalofrío delicioso que la recorrió entera.

    La latencia.

    La condena.

    La bendición.

    Ahora, en su apartamento suspendido sobre la ciudad, Clara lo sentía llegar antes de verlo. Las señales de salto cuántico susurraron en las capas de su percepción. No eran palabras. Era algo más primitivo, más antiguo. Una vibración que precedía a la materia.

    Iván emergió junto a ella como una sombra tangible. No habló. No la tocó. La ley era clara: el contacto físico no autorizado era punible con reprogramación cerebral.

    Pero las leyes habían sido escritas para otros, no para ellos.

    Clara se giró lentamente, en sincronía perfecta con el retardo emocional que ya palpitaba en su pecho. Su mirada recorrió a Iván: el abrigo oscuro impregnado del polvo de callejones olvidados, el cabello despeinado, los ojos grises como tormentas lejanas.

    Iván alzó una mano. No la rozó. Apenas dejó que la energía de su palma calentara el aire entre ambos.

    —Te traje algo.—dijo, su voz un roce en su conciencia.

    De su bolsillo extrajo un vial pequeño, translúcido. Dentro, flotando como un insecto atrapado en ámbar, latía un fragmento de emoción pura. Un recuerdo ilegal.

    Clara lo tomó. El vidrio estaba frío. La sustancia, viva.

    Con un gesto, liberó el contenido en el aire. Una niebla dorada los envolvió, acariciando sus pieles sin tocarlas, infiltrándose en sus poros, en sus almas.

    Y entonces llegó.

    No de inmediato. Primero, una ausencia, una pausa, un silencio expectante.

    Luego, como un incendio contenido, la sensación explotó dentro de ella.

    El roce de una mano en la curva de su espalda. La presión de unos labios en la clavícula. El peso de un cuerpo ajeno y propio a la vez. La certeza de un deseo que era suyo y no era suyo.

    Gemidos sordos que se filtraban en su mente. Latidos propios y extraños entrelazándose en una cadencia imposible de detener.

    Sus labios encontraron los de Iván. El contacto fue tierno primero, luego urgente. Cada beso tardaba unos segundos en ser sentido, y en esa demora, el anhelo creaba ondas expansivas que los desgarraban dulcemente.

    El abrigo cayó al suelo. Las camisas se deslizaron como suspiros. Las huellas de los dedos quedaron tatuadas en la piel antes de que los nervios pudieran siquiera transmitir la sensación.

    Se amaron en un ritmo fuera del tiempo, suspendidos en una realidad donde los orgasmos nacían minutos después de las caricias, prolongando el éxtasis en una sinfonía imposible.

    Cuando la niebla dorada se disipó y sus cuerpos quedaron entrelazados en el lecho flotante, Clara apoyó la cabeza en su pecho.

    —¿Esto era real?—preguntó, su voz un temblor apenas.

    Iván besó su frente con una ternura que llegó retrasada, estallando en su corazón segundos más tarde.

    —Nada es más real que lo que decidimos sentir.—respondió.

    Allí, en la Barcelona del año 2174, mientras las torres de cristal aún latían bajo el cielo artificial, Clara comprendió que el error de latencia era su salvación.

    Porque en el retardo del deseo, en la distancia entre el impulso y el placer, encontraban un espacio sagrado donde la humanidad resistía, latiendo, ardiendo, amando.

    Barcelona, eterna, testigo muda de amores imposibles y de resistencias invisibles, seguía respirando bajo sus cuerpos, tan real como sus gemidos suspendidos en el tiempo.

    La noche no terminó.

    El tiempo tampoco.

    – Relato enviado por: Alex Madrid Wagner, «Error 503»